Elegir
el nombre de un hijo es uno de esos momentos únicos, trascendentes para nuestra
vida y la de la nueva criatura. Hay diferentes tendencias que varían según la
época.
-Los que buscan ser originales. “A
la nena le pusimos Tinder, porque gracias a esa página nos conocimos con la
mamá”. ¿Y si Tinder desaparece o es absorbida por facebook? “Al pibe lo llamamos Fulgencio, era el
segundo nombre de mi abuelo. Pero le decimos Tito” ¿Para qué bautizar a un
niño con un nombre ridículo o en desuso? Estamos condenando al recién nacido a
tratar de explicar, de por vida, la ocurrencia “creativa” de sus padres.
-Los homenajes a celebridades. “Te
presentó a los melli: Sherezade y Onur, como en la novela”… Muy lindo, pero…
¿y si al final de la novela mueren ambos baleados? ¿Quién se va a acordar en 10
años de esa novela? “Se llama Diego
Armando, va a ser zurdo y de Boca”… ¿y si en vez del fútbol le gusta el
ballet? Bautizar a un bebé homenajeando celebridades suele condicionar a los
niños, que terminan siendo todo lo contrario al ídolo de sus padres o bien se
convierten en asesinos seriales.
-Los clásicos. “Estos son mis
hijos María y Juan”… Tuviste nueve meses para pensar, ¿no se te ocurrió
nada mejor?
-Los cortitos. “Elio y Zoe, se
llaman” ¿Y el diminutivo? ¿Cómo hacemos para decirles cariñosamente? ¿Zoita?
¿Elito?
-Los prácticos. “Lo llamamos Joaquín,
va a tener varios compañeros con el mismo nombre, está en el medio de la lista
y puede pasar desapercibido.” Buscar la practicidad es lo ideal, que
combine con el apellido, que no haya que dar muchas explicaciones.
Poner el nombre no es fácil, es un
tema a estudiar para evitarnos futuras golpizas escolares, bullying, sesiones de psicólogo,
juicios familiares por traumas, etc. Para experimentar con nombres estrafalarios están las mascotas.
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