Si la música se lleva en la sangre... ¿dónde se lleva el reggaetón?
por Ignacio lafferriere
No soy un entendido, pero calculo que los marketineros tendrán estudiado qué tipo de música y volúmen conviene poner en cada negocio. Evidentemente no podemos escuchar Metálica en la Santería de una Parroquia, ni Mercedes Sosa en un local de skate. Pero, más allá de estas obviedades, habrá pautas generales en cuanto a los ritmos estridentes o tranquilos que deben sonar para lograr que el consumidor permanezca en el salón de ventas o consuma rápidamente y escape. Ayer he tenido una experiencia funesta en esta materia.
Mi supermercado de cabecera es pequeño, entraría en la categoría mini-market, dos o tres filas de góndolas, igual cantidad de cajas, la carnicería y frutería al fondo. Pues bien, el carnicero, , al que le tenía cierta estima por el trato casi diario, mientras cumplía sus funciones estaba acompañado por un minicomponente. Tal vez, aprovechaba que no estaba el dueño del lugar, su supervisor, o tal vez estaba poseído por una secta satanista, lo cierto es que de ese diminuto reproductor surgía, a todo volúmen (y sin mucha fidelidad), lo que llaman reggaetón. Mi primera impresión no fue del todo mala... es pegadizo, pensé. Mi percepción de esa ¿música? fue virando a medida que esperaba ser atendido. Había cinco personas antes que yo, debía tratarse de un castigo divino, no debí comprar películas piratas, calculé. Inédito para el tránsito habitual del comercio.
Soporté, estoico, el primer tema (aunque todos sonaban iguales), y ya el segundo me fue afectando cerebralmente... Instintivamente quise saltar el mostrador y apagar el grabador, ¿sería necesario una bala de plata o una estaca en medio del CD para terminar con la bestia? Batallaba mentalmente conmigo mismo, una parte de mí quería golpear a la viejita que ostentaba el siguiente número en la cola para arrebatárselo y poner fin a esa tortura. Total, la anciana no debía escuchar nada. Un rapto de humanidad me frenó. Esperé, al borde de la locura, unos quince minutos, los peores de mi vida, sintiendo que me convertiría en un asesino serial de carniceros, hasta que por fin me atendió. "Un pollo, abierto para la parrilla", ordené de manera educada y cordial. Cuando empezaba a abrir la presa ataqué: "Maestro, ¿podés poner un poco más bajo?", sugerí al carnicero. "¿No te gusta, papá? En aquella góndola tenés algodón...", me desafió con una mirada y un cuchillo amenzantes. "Si, me encanta, de hecho me dan ganas de comprarme una remera de baseball cinco talles más grande y unas cadenas de oro, pero me duele un poco la cabeza..." intenté aquietar las aguas. Ya era tarde, el pollo estaba destrozado y me lo había pesado con cuchillo, con su mano y con un matafuego. Cinco kilos y medio pesaba mi pedido, me mataron con el precio, lo tuve que pagar en 12 cuotas sin interés.
Volví a casa bajoneado, sintiéndome viejo y odiando el reggaetón. Llegué a ese punto sin retorno en el que un "ritmo musical" (siendo generoso) me resulta insoportable. Ya lo dijo Soda Stereo: "de aquel amor de música de espera, nada nos libra, nada más queda..."
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